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La patrulla silenciosa

  • Mitchie Martín
  • 13 feb 2015
  • 7 Min. de lectura

–¡Policía!

El grito sucedió al fuerte estruendo que provocó la puerta al caer y que retumbó por todo el edificio. Acto seguido, los balcones se plagaron de vecinos curiosos, que recordaban a los pájaros agolpados en los cables del tendido eléctrico. No tenían la más mínima idea de lo que estaba pasando y la agitación y el murmullo se apoderaron de la fachada delantera.

Nada más entrar, los agentes se encontraron a dos jóvenes muchachos tiritando de miedo en el salón. Sobre la mesa había varios kilos de hachís a medio cortar y algunos fajos de billetes enrollados: no había lugar a dudas. Se apresuraron a esposarlos para poder registrar el piso con tranquilidad. Mientras tanto, llegaron los refuerzos, que fueron asegurando el domicilio habitación por habitación. Y con la llegada de la secretaria judicial pudieron efectuar el registro.

Acabados todos procedimientos, los policías condujeron a los presuntos narcotraficantes hacia el furgón. Y el vecindario por fin salió de dudas cuando vio esposados a los dos inquilinos del Bajo B.

Carlos Iglesias era un padre de familia. Trabajaba como funcionario y tras sus 8 horas diarias de trabajo regresaba a su piso de ochenta metros cuadrados. Allí cenaba con su mujer y sus dos hijas antes de irse a la cama. Así era el día a día de Carlos. O al menos eso creía la gente.

El día 18 de agosto, Carlos siguió su ritual de cada mañana. Se despertó a las siete y media, y se dirigió directo a la cocina. Allí le esperaba Marta aún con el pelo alborotado y recogido con una cinta roja que destacaba sobre su melena dorada. Echaba el café en las dos tazas cuando algo le perturbó en la cara de su marido.

–Ya sé que no te gusta hablar de tu trabajo, y yo no voy a preguntarte por ello. Solo quiero que sepas, que sea lo que sea, seguro que saldrá bien –le dijo Marta mientras se acercaba para darle un beso.

Una sonrisa se abrió paso entre la poblada barba de Carlos, y la preocupación de su rostro desapareció para dar paso a la templanza que lo caracterizaba. Después de desayunar, fue a la habitación. Abrió la puerta corredera del gran armario empotrado blanco que con los años se había ido desconchando, algo que lejos de disgustarle, le hacía recordar anécdotas del pasado. El lado del armario de Carlos era curioso porque se dividía en dos partes. A la izquierda tenía colgadas tres fundas que cubrían los trajes de chaqueta propios del atuendo diario de cualquier funcionario. Pero ese no era su objetivo. En la parte derecha tenía colgados pantalones de chándal viejos y camisetas con agujeros que cualquier madre convertiría en trapos para limpiar el polvo. Cogió un pantalón gris con bolsillos y una camiseta blanca de algodón que lucía el glamuroso logo de “Talleres Kalimeta” en el pecho. Esa sería su indumentaria. Después fue a la habitación de sus hijas para darles un beso en la frente mientras dormían.

La oficina de paisanos de la comisaría tenía un gran ventanal desde el que podían ver el resto del edificio sin que les vieran a ellos. Los cristales tintados tenían un tono amarillento que teñía el resto de la estancia. Cinco agentes tomaban asiento en los escritorios y las sillas a la espera del comienzo del briefing en el que se repartirían las tareas del día. A los pocos minutos, el jefe entraba y se dirigía hacia la pizarra blanca con un montón de papeles en la mano. Con calma y firmeza, fue colocando los papeles en la tabla imantada, y empezó a escribir datos con un rotulador negro. Al cabo de diez minutos, se dio la vuelta y se dirigió a los agentes que le habían estado observando en silencio.

–Hoy no puede fallar nada, llevamos dieciséis semanas vigilando este Punto Negro y hoy lo reventaremos. Sabemos que a las nueve y media la casa está vacía, y que a partir de las diez van regresando. A las once en punto estarán todos esperando a la venta de las doce menos cuarto. Así que estaremos vigilando desde las nueve y a las once y cuarto empezaremos la operación tal y como hemos ido hablando estos días.

Mientras su jefe recordaba los puestos a cada agente, Carlos repasaba en su cabeza los pasos a seguir. Uno a uno. Una y otra vez. Todo iba a salir bien. Todo tenía que salir bien.

–Y por último, Carlos y Miguel, vosotros cubriréis la entrada de la urbanización.

­–De acuerdo, señor –respondieron casi al unísono los dos agentes.

Todos se dirigieron a la pared del fondo de la oficina. Allí se encontraban los armeros que custodiaban sus pistolas. Carlos cogió la suya y su placa. Hizo un gesto a Miguel y salieron juntos de la comisaría, directos a donde les habían mandado.

A las nueve, Carlos y Miguel ya estaban en sus puestos. En esta ocasión, habían escogido uno de los bancos de madera oscura de la pequeña explanada que había frente al portón de la urbanización. Desde allí tenían una vista panorámica y clara de todo aquel que entraba y salía de los edificios. Al mismo tiempo, podían ocultarse con disimulo tras la columna con el viejo busto de Blas Infante tallado en bronce que presidía el centro de la plaza.

La vida en el conjunto de bloques seguía el patrón habitual que habían ido observando. Dos mujeres regentaban ya las únicas tumbonas de la piscina para poder coger los primeros rayos de sol de la mañana. Sus hijos, mientras tanto, chapoteaban en la piscina y jugaban dando gritos. Y ellas, lejos de llamarles la atención, estaban absortas en un cuchicheo que seguro tendría como presa a alguno de los vecinos que peor les caía. Era un lunes de verano de lo más normal para ellas, al igual que para la gran parte de la urbanización. Solo unos pocos sabían lo que iba a pasar y esperaban expectantes desde sus viviendas, lanzando alguna mirada furtiva desde sus ventanas y balcones.

No solo la urbanización seguía el patrón de comportamiento que habían estudiado, también lo hacía la vivienda donde se localizaba el Punto Negro de venta. Se trataba del bajo del primero de los tres edificios que conformaban el conjunto. Eran las nueve y media y el piso ya se había quedado vacío. Desde fuera solo se veían dos grandes ventanales, uno lateral y otro frontal. Eran los únicos que carecían de adorno alguno, donde debería haber maceteros con flores vistosas, reinaba la suciedad. Sus persianas, siempre echadas hasta abajo, delataba la intranquilidad de los propietarios de que algo pudiese salir a la luz. Y si los resultados de la investigación de la brigada de paisanos eran ciertos, esas persianas protegían el punto de venta central de una importante banda de narcotraficantes de la Costa del Sol.

Quedaba una hora y cuarenta y cinco minutos para comenzar la operación. Para camuflarse entre la gente, Carlos y su compañero fingían ser un par de amigos que habían ido a pasar la mañana charlando al fresco. Lo mejor de esto era que, sin dejar de estar alerta y vigilando la zona, podían matar el tiempo hablando de cualquier cosa. La tónica de las conversaciones habituales era el fútbol, la familia y sus hobbies. De hecho, Carlos se alegraba de tener un compañero como Miguel, porque compartían el gusto por la música y ambos tocaban la guitarra. Los dos pasaban los turnos hablando de canciones, grupos y conciertos. Además, Carlos siempre tenía alguna anécdota que contar sobre los ensayos de la banda en la que tocaba. Pero ese lunes era diferente. Era la primera vez que Miguel intervenía en una operación de esta envergadura, y su compañero podía notar la tensión en el ambiente.

–Deportivas nuevas, ¿eh? –dijo Carlos para romper el hielo.

–Siempre me dices que lo principal es ir cómodo por si tienes que salir corriendo, y creo que hoy tengo que hacerte más caso que nunca –respondió el otro agente entre risas, aunque con cierta preocupación.

Miguel llevaba solo dos meses en el cuerpo de paisanos. Llegó allí porque estaba cansado de regular el tráfico en las puertas de los institutos del pueblo y buscaba un trabajo más emocionante que discutir con adolescentes rebosantes de hormonas sobre cuándo se debe cruzar la calle. Así que, tras unos brillantes resultados en las pruebas para policía secreta, entró en la patrulla de Carlos.

El sol cada vez estaba más alto y el reloj marcaba las once. Los dos agentes se pusieron en guardia. Ambos se levantaron y dieron una pequeña vuelta juntos por la plaza para asegurarse de que los demás compañeros estaban en sus puestos, preparados para que el reloj marcase las once y cuarto. Carlos estaba preparado. Solo tenía que seguir el plan que tantas veces había repasado en su mente. Todo iba a salir bien. Pero un fallo, tan solo uno, podía echar por la borda cuatro meses de investigación, y esos narcotraficantes huirían sin dejar huella.

El reloj de la enorme pantalla del iPhone de Carlos marcaba justo las once y quince minutos, entonces le llegó la señal. Guardó el móvil y junto a Miguel se dirigió al interior de la urbanización. Allí se encontraron con dos agentes más, que estaban camuflados en el aparcamiento y esperaban para unirse a ellos.

Cuando llegaron a la altura del portal del edificio, miró hacia la puerta para comprobar que otros dos agentes custodiaban ya la entrada del garaje. Se llevó la mano derecha a la espalda y comprobó su Walther de 9 milímetros. Todo estaba en orden. Hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros y entraron al rellano. Ya en la puerta del Bajo B, todos sacaron sus pistolas y dejaron al descubierto las placas que llevaban en la cinturilla del pantalón. Había llegado el momento.

Carlos dio una patada a la puerta de madera que desgarró el marco y entró en el domicilio con la pistola por delante. Al ver, nada más entrar, la cara de culpa de los dos muchachos supo que la operación había sido un éxito.

 
 
 

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